Desear la violencia

Cuando Barak Obama fue nombrado presidente, durante las protestas de la extrema derecha (ésas que ahora los republicanos alegan que nunca existieron) alguien tomó una fotografía de un muñeco de trapo ahorcado que lo representaba, algunos de los marchistas enardecidos lo alzaban sobre la multitud. Esta imagen directamente alusiva a los mejores tiempos del KKK y en extremo racista me pareció representativa de lo que puede llamarse el deseo de la violencia, una violencia latente que espera ser, que palpita de entusiasmo por la oportunidad de convertirse en un acto.

La campaña y final triunfo de Donald Trump fue un ejemplo de este deseo de la violencia como pocos ha habido y no es exageración comparar a las huestes Trumpistas con las multitudes nazis en la Alemania de los 30s; sus estridentes opiniones sobre la tortura le ganaron votos, vociferó sobre traer de vuelta los tiempos del llamado “waterboarding”, prohibido en la administración de Bush, e insistió en que la tortura funciona y aunque no funcione los terroristas “se la merecen”. Su triunfo fue el triunfo del discurso de la violencia por la violencia, entendida por sus fanáticos como una forma de sinceridad más allá de la política, como si enaltecer los arrebatos de un sociópata fuera la forma correcta de hacer campaña. Trump encontró una forma de acoger y unir a aquellos que claman su derecho por verbalizar y externar su repudio contra mujeres, mexicanos, musulmanes, inmigrantes, homosexuales. Quienes desean la violencia hoy están bien representados.

Si los movimientos incluyentes a lo largo de todo el mundo han tratado de detener las agresiones a las minorías desde la palabra misma, una extrema derecha demostró con la elección de Trump sus ansias de violentar al otro y es una ingenuidad creer que no lo dicen en serio o que su deseo permanecerá en la esfera del lenguaje. Desear la violencia es perpetrarla, es estar siempre a punto de llevarla a cabo. Una violencia agazapada, que espera la oportunidad de lanzarse contra la víctima, elegida o accidental.

Si sobreviviremos a “lo inminente del fin” es una cuestión que sigue concerniendo al arte, pero que está hoy más allá de las palabras. Mientras el presidente Trump twittea y firma, censura y profiere, las protestas rodean su torre en la Quinta Avenida de Manhattan, llenan las plazas y las calles en todo su país y más allá de su frontera. Siento que en cierta forma hemos llegado al mundo del Viernes mutilado del que hablaba J. M. Coetzee: un mundo “donde los cuerpos son sus propios signos.”

Nueva York, 2017

 

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