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Niños, escritores y el tonto en el centro del círculo
En 1885, el comité de una Biblioteca Pública en Massachussets expulsó un libro de sus estantes bajo el argumento de que era “inmoral y ofensivo” y su lenguaje “vulgar e ignorante”. Ese libro era Huckleberry Finn. En 1972, una asociación estadounidense por los derechos de los afroamericanos acusa a un libro de racismo, mientras padres de familia y periódicos lo acusan de ser el libro “más desabrido jamás escrito para niños”. Ese libro era Charlie y la fábrica de chocolates. En 2001, en Pennsylvania un reverendo en una iglesia invitaba a la gente a avivar una inmensa hoguera con un mismo título que, dos años después, sería acusado por Joseph Ratzinger de “minar la cristiandad”. Ese libro era Harry Potter.
Cuando se habla de libros para niños es casi inevitable hablar también de su censura, del eterno dilema entre lo entretenido y lo educativo, entre lo moral y lo inmoral. El siglo XXI, lejano ya de esa época en que la inquisición quemaba por igual a los libros y a sus autores, está sin embargo sujeto a nuevas formas de restricción y censura que en gran medida conciernen a las lecturas para niños y jóvenes y a cómo éstas deben ser escritas, corregidas, elegidas, publicadas y publicitadas. En Aprendiendo a leer, Bruno Bettelheim y Karen Zelan afirman que “la educación se ha convertido en la mayor empresa de nuestra sociedad”; agregan también que aprender a leer tiene una importancia tan grande dentro de la educación del niño que “su experiencia en el aprendizaje de la lectura con frecuencia sella el destino, de una vez por todas, de su carrera académica”. La lectura es de vital importancia para niños y jóvenes que comienzan a adentrarse en ella; y la elección de los libros que estos nuevos lectores deben conocer es una tarea movediza en la cual están involucrados tanto escritores, editoriales, instituciones escolares, organismos de gobierno, como padres de familia.