“Hoy traes tus pantalones de Beetlejuice”, le dice el director del ensamble a una de las guitarristas durante un ensayo, “por eso vienes particularmente cruel y despiadada”. Los mencionados pantalones que usa hoy Gaby son unos de rayas blanco y negro, anchas, verticales; no recordaba que eran la vestimenta característica de ese personaje de Tim Burton entre lo cómico y lo macabro. Este comentario sobre lo despiadado de las rayas me parece muy acertado, sobre todo si recuerdo un breve libro de Michel Pastoureau que descubrí por casualidad hace tiempo, Las vestiduras del diablo: breve historia de las rayas en la indumentaria (Oceano, Barcelona, 2005). El autor comienza no por citar algún empolvado libro de historia, sino el eslogan de una marca de ropa en los metros de París: “Este verano, atrévase con la elegancia chic de las rayas”. Vestir de rayas nos convierte en foco de atención, pues el efecto visual es instantáneo, no puedes elegir un atuendo a rayas y esperar pasar desapercibido: es un señalamiento intencional, un “atrevimiento”, como el eslogan lo indica, una forma de resaltar tu persona en contraste con el resto del mundo. Pero los primeros atuendos a rayas que recuerdo haber visto en mi infancia son los del ladrón en las caricaturas de La Pantera Rosa: si las rayas son involuntarias, forzosas, muy probablemente se trate de un señalamiento negativo, tal vez por esto tardé tanto en tomarles el gusto. Los siguientes rayados en mi imaginario personal fueron los gondoleros venecianos, los marineros y otros personajes que me parecían simpáticos pero no elegantes usando este peculiar uniforme que los ayuda a identificarse: las rayas, en este caso, otorgan un lugar dentro de cierto orden. Más tarde noté a los emos, con su supuesto luto perpetuo, a quienes en la repartición de la moda los darks les ganaron el negro liso, así que para distinguirse adoptaron las rayas como prisión. Y hablando de prisión, recuerdo también el fiasco de película (no sé si de libro) de El niño del piyama de rayas, donde un niño alemán es tan visualmente estúpido como para confundir durante días las rayas estigmáticas con las higiénicas, y simplemente no puede darse cuenta de que su amigo está en un campo de concentración. Recientemente me entusiasmó comprar un traje de baño a rayas blancas y rojas para sentirme en una de esas viejas películas italianas donde los trajes de baño, a menudo también las toallas y las sábanas, son rayadas.
Como lo explica Pastoreau, en la época medieval, tan partidaria de la neutralidad y la abstinencia, la extravagancia de las rayas desordenaba el mundo: los Carmelitas, estigmatizados por su manto a rayas, sufrieron agresiones y fueron forzados a cambiar su atuendo; el judío usurero, el bufón menospreciado, todos eran personajes vestidos a rayas que pactaban de una u otra forma con el diablo. Incluso el tigre era visto como un león “negativo”, como rival del Salvador. Pero en nuestra época, heredera del romanticismo, cuando la diferencia y la individualidad se valoran más que la norma, las rayas pueden ser el atuendo del personaje distinguido, del artista y el revolucionario. El traje de baño de la primera Barbie, el leotardo de Freddy Mercury o las medias de Gwen Stephany irrumpen en el paisaje del atuendo decente, se enorgullecen de la asimetría que provocan y la erigen como elegancia. Así, la semiología de las rayas es infinita y, en tiempos en que ser atrevido es una virtud, no hay nada más chic para resaltar nuestra naturaleza despiadada.