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De máscaras, narices y mentirosos

En una conferencia donde se le pidió que hablara sobre cómo se convirtió en escritora, Margaret Atwood da dos versiones, no sin antes advertir que, como bien dijo Platón, los poetas son unos mentirosos, así que poco hay de cierto en sus palabras. Sin embargo, en sus dos versiones es fácil descubrir algo de verdad.

Primera versión: “Yo era una rubia de nariz respingada. Mi nombre era Betty. Mi color favorito era el rosa. Entonces, me convertí en poeta. Mi cabello se oscureció y se encrespó, mi nariz se volvió grande y chueca. Mi nombre desapareció y fue reemplazado por uno digno de ser tomado en serio por los literatos. Toda mi ropa cambió de color súbitamente, de rosa a negro. Los hombres que me seguían, salieron corriendo de súbito. Otros llegaron. Todos tenían barba”. Segunda versión: “Yo iba un día cruzando el parque de camino a casa, cuando las nubes en el cielo se abrieron, salió una enorme mano y con un dedo señaló a mi cabeza. Entonces, ahí dentro, apareció un poema”.

Ambas versiones de Atwood me parecen perfectamente verídicas y aplican para los escritores en cualquiera de sus ramas. El primer texto que uno escribe en la vida es un regalo salido de no sé dónde. En mi caso, la versión de la mano que sale de las nubes no es tan precisa: las ardillas de Ciudad Universitaria fueron la mano divina que me volvió escritora, pues yo pasaba las horas en el cubículo de mi madre, que me dejaba ahí con unas cuantas hojas de papel y lápices de colores para entretenerme mientras ella daba clases en Ciencias Políticas.

La otra versión de Atwood es igualmente cierta: uno no se da cuenta al principio de lo compulsivo que se vuelve el negro en la ropa, de los cabellos desaliñados, ni de cómo la afirmación de Oscar Wilde es en verdad certera: “cuando uno piensa, se vuelve de pronto todo nariz, o todo frente o algo horrendo”. Y dentro de ningún género se espera que uno piense más que dentro del género del ensayo. Es el lugar propicio para el pensamiento en su estado más sincero, pero la sinceridad y el pensamiento no son para nada populares en nuestro mundo moderno, ni siquiera en el mundo de los literatos. “Confrontados con el terrible espectro de sí mismos” dice Virginia Woolf, refiriéndose a quienes intentan escribir ensayo, “los más valientes se sienten tentados a huir y cerrar los ojos”. Pocos son los que llegan a sincerarse y no ocultan sus verdaderos pensamientos detrás de retruécanos y palabras vanas. Si se parte siempre de la idea de que el escritor es un mentiroso, paradójicamente es difícil para el lector lidiar con un escritor que no sostenga esta expectativa, que no represente un reto a desenmascarar. En el fondo, todos queremos ser engañados, dicen los magos de feria, pero el ensayista no pretende engañar a nadie ni jugar el juego de las máscaras: ése es su reto, y esto al parecer lo vuelve menos interesante, menos glamoroso.

En un viaje para presentar mi primer libro de ensayos corroboré lo mucho que carece de glamour el género y cómo si a Pinocho le crecía la nariz al decir mentiras, a los ensayistas les crece la nariz cada vez que piensan y muestran que piensan, y no se esfuerzan por ocultarlo. Mi compañero de viaje era un poeta, había ganado un premio en el mismo año que yo. Justo cuando comenzaba a tomármelo en serio, me preguntó discretamente y sin que nadie más escuchara si no había tenido problema para “llenar tantas cuartillas”, refiriéndose a las cincuenta cuartillas como mínimo necesario para enviar su libro a concurso. De inmediato se esfumó para mí la imagen del poeta como el experto en precisión y economía de las palabras. La presentación de nuestros libros se llevó a cabo y por supuesto, el poeta y su presentador tuvieron mayor oportunidad de dramatizar y hablar a grandes voces. Mi presentadora y yo nos atuvimos estrictamente a nuestros textos, los cuales pasaron sin pena ni gloria. Una vez terminada la presentación y ya en busca de un lugar para emborracharse (como deben hacer los escritores), el presentador del poeta comenzó a asediarme preguntándome por qué diablos escribo ensayo, si siendo músico debería sentirme más cerca de la poesía (imaginé de inmediato que era la clase de persona que recita canciones de Jim Morrison). Después continuó ensalzando los grandes misterios de la personalidad artística, con una descripción de un poeta joven que se mantiene siempre callado, serio, impasible, sosteniendo un bastón como parte infalible de su atuendo, y mira a uno y otro lado sin revelar sus seguramente profundos pensamientos. Yo no soy poeta, así que si me quedo callada, no estoy teniendo epifanías ni reflexiones, sólo estoy siendo una aguafiestas por no entusiasmarme con el espectáculo de la explotación y el machismo que a los poetas les parece tan epifánico en el table dance que han elegido para continuar la juerga. Pero mejor quedarme callada pues si comienzo a hablar, seré calificada de ser “demasiado racional”, así son los ensayistas; además de todo, soy mujer, y la razón sigue afeando a las mujeres mucho más que a los hombres, como si nuestra nariz creciera el doble en castigo por alejarnos de la sensibilidad propia de nuestro sexo. Muy pronto descubrí que el poeta, más que beber hasta el colapso y bailar con las chicas del table dance, quería irse después de la segunda cerveza pues como ya me lo había dicho en el hotel, tiene una hija recién nacida y una esposa mandona que en casa no lo dejan dormir, y sus únicas oportunidades de sueño son esas salidas a presentar su libro. Pero cómo podría decepcionar a su público, tiene que mantenerse en pie al menos un rato más para que se diga que es todo un poeta.

Muchos viajes y encuentros como aquel me hicieron pensar en el privilegio del género menos glamoroso de la literatura. Cuando te refugias en el ensayo, no tienes que preocuparte en absoluto de las máscaras, ni frente a tus colegas ni frente a la hoja en blanco. La nariz crece al tiempo que crecen tus pensamientos y esto es inevitable, todos pueden corroborarlo y no dejarán de observarte como un bicho raro. Pero al menos así no habrá nada que ocultar y uno puede trabajar en paz, a solas con la literatura. Esto me lleva nuevamente al texto de Atwood, donde afirma que en esa etapa idílica cuando uno comienza a escribir no tienes idea de nada, más que de la escritura misma; no sabes qué arquetipos o roles debes seguir para formar parte de un grupo literario o de un género específico. En el principio sólo es la literatura, “y no hay nadie ahí para decirte las muchas, muchas razones por las que ésta no puede ser escrita por ti”. Nadie te dice, tampoco, que debes decidirte exclusivamente por un género, ni que serás llamado ensayista, novelista, poeta, de acuerdo al libro o texto tuyo que se publique primero.

Dice Atwood también que cuando escribes ficción todos creen que estás hablando de tu vida, cuando escribes autobiografía, todos creen que mientes con todos los dientes. Pienso entonces que cuando escribes ensayo no eres sospechoso de nada, más que de pensar demasiado. Y no hay nada más sospechoso que el pensamiento en nuestros días, ni nada más difícil que rondar sin máscaras por el mundo cotidiano, sobre todo, cuando la transformación de la que hablaba Oscar Wilde ha sucedido y uno no puede ocultar más sus obsesiones, sus horrorosos pensamientos o su gran nariz.

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