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De perros que saben todo sobre viajes literarios

“Personalmente, me interesan más los perros que los dogmas”

Rupert Sheldrake

Tengo una postal con la imagen de Sergio Pitol con su perro, Sacho, donde ambos se ven felices, como inseparables compañeros. Es mi fotografía favorita del escritor, a pesar de tener un par donde aparezco yo, en alguna ceremonia o encuentro literario. “Todos tenemos una foto con Sergio Pitol”, me comentó bromeando un colega hace tiempo, lo cual probablemente es cierto, gracias a la amabilidad y paciencia del autor de El arte de la fuga, quien nunca se ha dado aires de grandeza. Ni familiares, ni colegas, ni amigos que se disputen ahora su amistad, su cariño o su herencia aparecerán jamás a su lado con tal naturalidad y sin pretensiones como Sacho, orgulloso y congruente, desinteresado y leal. Se le menciona en entrevistas, subiendo y bajando por la casa y el jardín o recorriendo las calles con el escritor. Aparece en su diario y en sus obras, en ficciones y comentarios casuales. La benévola presencia de este can en la vida y obra de Pitol me pareció digna de homenaje hace algunos años, cuando escribí este ensayo que ahora revisito.

Entre los libros no vendidos de la librería de mi padre apareció uno que él sospecha será apropiado para uno de sus hermanos, no muy asiduo lector pero gran amante de los animales, y que a mí, por su título, me remite de inmediato a “Sueños nada más” de Sergio Pitol; también a la Odisea, al Oliver Twist de Dickens y hasta a un libro tan poco leído y muy sonado como Peter Pan, de James Barrie. El libro se titula De perros que saben que sus amos están camino de casa y otras facultades inexplicadas de los animales. Su autor, me entero en las primeras páginas, es un biólogo para quien las teorías mecanicistas de la vida son demasiado estrechas para explicar las conductas de muchos animales hogareños, por quienes el autor siente gran simpatía y con quienes planea reivindicarse al escribir este libro, pues por mucho tiempo se sintió en deuda con las mascotas que lo impulsaron a realizar sus estudios. El libro, más que ofrecer respuestas científicas, teorías contundentes o esotéricos diagramas, ofrece un anecdotario confiable de las capacidades no exploradas de los animales más cercanos a la rutina humana. “He reunido”, nos dice el biólogo Rupert Sheldrake, “más de 580 informes de perros que saben cuándo sus amos están camino de su casa. Algunos esperan en una puerta o una ventana diez minutos o más antes del regreso del trabajo, la escuela, las compras y otras salidas. Otros salen a encontrarse con sus amos en la calle o en una parada de autobús.” De acuerdo a los testimonios reunidos por Sheldrake, es casi siempre una sola la persona de quien el perro anuncia la llegada, siempre la persona más cercana emocionalmente al animal, la que lo cuida, lo pasea o alimenta. “Hay perros que exhiben esta conducta de manera casi cotidiana; otros, sólo cuando sus amos regresan de unas vacaciones u otra ausencia prolongada, en cuyo caso dan muestras de excitación durante horas o incluso días antes del regreso.” Las “vacaciones u otra ausencia prolongada” me hacen pensar en el fiel perro Argos esperando en su vejez y decrepitud a Ulises, a quien reconoce bajo el disfraz de mendigo, para morir unos instantes después de mostrar su contento: su amo, después de veinte años, al fin ha vuelto a casa y él puede morir en paz. La muerte del perro Argos es también el fin definitivo de la travesía: la guerra de Troya ha terminado y Argos lo sabe, como quien ha estado mirando por sobre el hombro del que escribe o, más bien, como quien ha escuchado atentamente todo el canto del poeta.

Pero a diferencia de los perros mencionados en el libro de Sheldrake, Argos, quizá adormecido por la vejez y por la larga espera, no predijo el regreso de su amo, sólo lo reconoció cuando ya había vuelto: su fidelidad era su mayor virtud y por la que será recordado, no sus poderes telepáticos. Y menciono la telepatía porque después de descartar a todas luces el olfato, el oído o la rutina, Sheldrake se aventura a hablar de telepatía y premonición, ya que éstos perros tienen sus primeras reacciones de entusiasmo y espera justo al mismo tiempo que las personas de su afecto, en lugares lejanos, inician su regreso a casa, deciden volver o reciben la noticia de que pueden volver a casa, o incluso cuando aterrizan en un avión, o cuando han desembarcado en puerto. Ian Fraser y su esposa descubren que el bóxer de la familia sabe siempre que Ian ha llegado al aeropuerto de la ciudad, pues muestra su alegría anticipada y espera pacientemente en la puerta. En la Segunda Guerra Mundial, Max Aitken, comandante de escuadrón, dejaba a su perro labrador en la base; inequívocamente, el perro salía a su encuentro con anticipación, sin importar en qué avión llegaba, ni la hora ni el día.

A la luz de estos testimonios, Sacho, el perro de Sergio Pitol llama aún más mi atención que en las primeras lecturas de El arte de la fuga por sus posibles poderes telepáticos y, siendo el perro de un escritor, por sus muy probables acercamientos al mundo de la ficción y la literatura. En un sueño de abril, Pitol está a punto de abrir la puerta de su casa cuando un desconocido le pide que le permita ser él quien lleve a Sacho a su paseo vespertino. Con la ingenuidad sólo capaz de quien sueña y es víctima de su propio sueño, Sergio accede y deja a Sacho en manos de un desconocido que resulta estar involucrado en el asesinato de un político local. Sacho no regresa hasta el mediodía siguiente, solo, sediento, con un collar que no es suyo, mientras que en las noticias dan su descripción como el perro de un sospechoso que rondaba el lugar del asesinato. Envuelto en esta trama muy a la Dickens, el soñador Sergio se esfuerza por despertar sin conseguirlo. Es Sacho quien consigue sacarlo a ladridos de ese sueño angustioso y se muestra igual de irritable que si hubiera despertado de la misma trama que la de su amo: será que las vivencias oníricas de ambos son compartidas de igual forma que los paseos en el parque y que muy probablemente Sacho posee la solución al asesinato que nunca podría resolverse con sólo uno de los dos testimonios de los soñadores.

La experiencia onírica de Sacho me recuerda igualmente a uno de sus congéneres también experimentado en viajes literarios. Bull´s eye, el perro del asesino Sikes, en Oliver Twist, quien como Sacho ha sido visto por las autoridades en compañía del fugitivo, adivina las intenciones de su amo cuando éste planea ahogarlo y, como Sacho quizá, decide huir y alejarse por cuenta propia del sospechoso, sin dejar de serlo él mismo. Bull´s eye es uno de esos pocos perros en la literatura que, lejos de enaltecerse por una ciega fidelidad, parece adivinar los enredos de la trama que ni el mismo Dickens podía predecir, y decide traicionar y huir antes que ser traicionado. Su historia tiene pocos paralelos en la literatura.

Tengo la impresión de que todas las personas se vuelven mejores narradores cuando son sus perros los protagonistas de un breve relato, sin importar si éste tiene tintes de comedia o de tragedia. En una travesía en taxi de un hotel en Londres al aeropuerto, Sergio Pitol, aburrido de la charla del chofer, acaba mencionando por azar a Sacho y su raza, bearded collie, y es entonces cuando encuentra un verdadero punto común con el antes fastidioso chofer, quien relata ahora apasionadamente la historia de su perra, también bearded collie, con la que vivió quince años; la muerte de la perra causó en él una depresión que parecía no tener fin hasta que una vez, en misa, el hombre escuchó o creyó escuchar una voz que le aseguraba que su perra estaba bien y en un mejor lugar. Pienso que en el mismo taxi hubiera cabido Roald Dahl, ese escritor inglés de cuentos infantiles y piloto de guerra, quien se alejó de la Iglesia definitivamente después de que, al hablar con un reverendo sobre la muerte de su hija Olivia y preguntarle si su querido perro, también fallecido, podría estar en el cielo con su hija para hacerle compañía, el reverendo le respondiera que los animales no pueden estar en el cielo, provocando la ira de Dahl y su desprecio definitivo por las instituciones eclesiásticas por el resto de sus días. Ambas anécdotas de implicaciones religiosas confirman el lazo entre el narrador humano y el protagonista perruno, un lazo de longitudes válidas tanto en la vida como en el reino más allá de la muerte.

 

En otro de los sueños de Sergio y de Sacho, el escritor descubre que su casa se incendia con irreal lentitud; decide salir en busca de ayuda, con una maleta y una escalera en las manos y con Sacho a su lado. Al entrar a una tienda, le prohíben la entrada a Sacho y éste debe quedarse esperando a Sergio en la puerta, quien sin embargo al salir no logra encontrar esa misma entrada, vaga por la ciudad de Roma en compañías excéntricas y olvida incluso que su casa estaba quemándose. El pobre Sergio se siente inmensamente desdichado por la pérdida de Sacho, piensa que no volverá a verlo jamás, todo por su tremendo descuido. El pobre Sacho espera quizás aún en la entrada o, más probablemente, arto de esperar, busca ya por la ciudad a su compañero de sueños. Esta vez es Sergio quien despierta primero para despertar luego a Sacho de ese sueño funesto. Durante su paseo en Coyoacán, ya en la vigilia, Sacho voltea constantemente para asegurarse de que Sergio no se ha perdido de verdad. Su actitud vigilante me hace pensar que es él quien cuida del escritor, a veces en el sueño, a veces en la vigilia, quien lo guía y protege de extraviarse en uno de sus juegos entre la realidad y la ficción.

 

 

 

 

 

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