Reflexiones en torno a la FILIJ 38: ¿Quién desea usar el poder de la censura?

Durantes las charlas y eventos de la Feria Internacional del Libro Infantil y Juvenil 2018 he tenido la oportunidad de volver a mis reflexiones sobre la censura y compartir con otros esta preocupación. Cuando escribí por primera vez sobre el tema, hace algunos años, hablé de la censura por parte de algunos grupos religiosos a Harry Potter, de los temas incómodos como la sexualidad y la cuestión racial en otros libros que se han convertido en clásicos infantiles. Corroboro al comparar anécdotas, experiencias personales y noticias internacionales que hoy el fascismo y la ultra derecha parecen repuntar en el mundo y, con ellos, su costumbre de eliminar libros que parezcan cuestionar su poder y autoritarismo, su deseo de eliminar al otro – el que profesa una religión diferente, una sexualidad diferente, el que es físicamente distinto, el que tiene menos privilegios. Autores y editores españoles hablaron de los recientes casos de censura en Venecia; también se mencionó el deseo de Bolsonaro, en Brasil, de hacer una purga de libros “inapropiados” para niños. Otros editores mencionaron dictámenes negativos respecto a libros que hablaban sobre la depresión y el suicidio. Las preguntas que surgen hoy son las preguntas de siempre: ¿quién se ofende y por qué ante los libros infantiles “inapropiados” o “censurables”? ¿A quién se está protegiendo realmente? ¿Al adulto o al niño…o al estado..o a la iglesia? Entre lectores, editores y escritores se habló también de resistencia, de apertura, de ensanchar los espacios de las letras para abrir opciones para los más pequeños y para nosotros mismos: es una tarea apremiante en un mundo donde el deseo de censurar al otro oculta un deseo de enmudecerlo para siempre y a toda costa, con tal de conservar el poder para unos cuantos.

Compartiendo reflexiones sobre censura y literatura infantil con Denise Ocampo (Cuba) y Adolfo Córdova (México).

Permite que tus huesos se curen a la luz, de Rogelio Pineda Rojas

Fue una sorpresa para mí cuando hace algunos años varios conocidos me dijeron que uno de mis temas recurrentes era la infancia, algo en lo que yo no había reparado de manera conciente. Pero sospecho que la mayoría de los escritores nos dedicamos, en un momento u otro, a hablar de nuestra infancia para asimilarla y darle sentido. “Todos fuimos niños alguna vez,” dijo Saint-Exupéry. La infancia, como los libros, son algo difícil de procesar y digerir, de recordar y evocar. Es un ejercicio traicionero, rememorar la infancia, con sus triunfos y humillaciones, sus tesoros y sus pérdidas; es, queremos creer, la época de la fantasía, pero como el libro de Rogelio Pineda Rojas demuestra, es también la época del realismo más descarnado, más demoledor, del aprendizaje violento y de la decepción sin medias tintas. Es la época en que la cotidianidad es un estado constante de indefensión ante el mundo monstruoso de los adultos, aunque también un estado de descubrimiento sucesivo, en donde todo es hecho y visto por primera vez: atarse las agujetas es la mayor prueba de independencia, jugar a las luchas con el padre es un idilio, reparar el juguete descompuesto nos convierte en todopoderosos.  

Rogelio crea una narrativa que evoca emociones primigenias de manera prodigiosa, donde tanto el dolor como el gozo son abrumadores, embriagantes, conviven día a día con igual intensidad. Es un retorno a ese cuerpo doblemente cuerpo, que mira a todos hacia arriba, que desconoce los dolores de la enfermedad o el abuso y los enfrenta por primera vez, que siente el éxtasis de las cosquillas y del placer erótico. Todos somos – o todos fuimos alguna vez – este protagonista que juega a los piratas con sus amigos y termina sufriendo el golpe descomunal del líder, el que llora con impotencia al ver una pelea de su progenitora en plena calle, el que besa a la Trevi en una revista de moda. Todos fuimos también el que descubre nuevas formas de transgresión al romper las reglas y nuevos horrores al ser descubierto y castigado. Con esta prosa demoledora, Rogelio Pineda Rojas nos lleva de la mano por una historia de crecimiento, de cómo se llega lentamente a una conciencia al menos parcial de las cosas que nos rodean, lo cual nos permite sobrellevar la confusión del mundo, adaptarnos y continuar nuestro camino.

Como todos los libros pero de manera inusualmente explícita e intensa, este libro es una confesión. La confesión de una infancia que atestigua y actúa, cargada de sensualidad y perversión, pero también de humor y afecto. Y cuando alguien confiesa es porque busca absolución. Y cuando la confesión no es secreta, cuando se escribe un libro, por ejemplo, intuyo que confesar se vuelve un instrumento para absolver a otros, para reflejarnos y perdonarnos en los otros, los lectores.

Es por esto que leer el libro de Rogelio implica un riesgo, el de obligarnos a evocar nuestra propia infancia y quedar atrapados en la intensidad de esos recuerdos sin otra opción que revivirlos. Es un riesgo que yo he tomado y que invito a todos a tomar, ya que explorar la infancia, reconstruirla, es la única forma de redimirnos, de perdonarnos y volvernos completamente libres.

 

La escritura antes y después del vértigo, por Roberto Abad

1: Cuando pienso en el vértigo vienen a mi mente dos figuras: la primera, que incluso puede resultar un lugar común, es Borges, ese señor que supo contar historias fantásticas. No es extraño encontrar dicha palabra en ellas. En “El Aleph”, por ejemplo, el argentino describe un ángulo del sótano, en el que se halla un observatorio celeste, un punto que contiene todos los puntos, cuyo nombre titula el relato.

Dice: “En la parte inferior del escalón, hacia la derecha, vi una pequeña esfera tornasolada, de casi intolerable fulgor. Al principio la creí giratoria; luego comprendí que ese movimiento era una ilusión producida por los vertiginosos espectáculos que encerraba. El diámetro del Aleph sería de dos o tres centímetros, pero el espacio cósmico estaba ahí, sin disminución de tamaño”.

Para plasmar la idea del vértigo, Borges concentra el universo y los tiempos y las cosas en un círculo pequeño, escondido debajo de la escalera. Luego viene el conocido listado caótico, tan poético a la vez, con el cual sabemos qué hay adentro del Aleph. Pero no es sino el final de ese fragmento el que para mí da luces sobre lo que representa el vértigo para el escritor: “Vi mi cara y mis vísceras, vi tu cara, y sentí vértigo y lloré, porque mis ojos habían visto ese objeto secreto y conjetural, cuyo nombre usurpan los hombres, pero que ningún hombre ha mirado: el inconcebible universo”.

Borges mira todos los lugares del orbe, pero hasta que observa las facciones de un rostro (algo tan común y distante al mismo tiempo) es que cree en el vértigo, como si ese momento fuera el clímax de las visiones.

De manera sutil, pasamos de un lado a otro en las escalas. Primero debemos concebir el universo en un hueco ínfimo; luego, saltar del “populoso mar” al rostro de una persona (que no sé si es de su amigo Carlos Argentino –otro personaje del cuento–, o del propio lector, no importa). La imagen se repite, de lo magno a lo micro. Parece que el vértigo para Borges no sólo representa la vastedad, sino que también es la consecuencia natural de un cambio de proporciones. Y, por supuesto, de lo infinito.

Después de leer El doctor vértigo y las tentaciones del desequilibrio, pienso que Borges encontró una metáfora acertada en “El Aleph” para referirse al verdadero sentido del vértigo, pero tal vez nunca llegó a saberlo. En una línea, profiere: “Vi todos los espejos del planeta y ninguno me reflejó”.

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2: Lo segundo que evoco es a mi madre. Un día, hace unos meses, llegué a su cuarto y la vi con un gesto de confusión en el rostro, y no pude sino pensar en el cuento citado anteriormente (vi tu cara, y sentí vértigo y lloré). Ella me dijo que sentía una incomodidad en la cabeza. Por supuesto, me preocupé: tenemos cierto historial con problemas neurológicos y ningún síntoma nos lo tomamos con ligereza. Apenas se incorporó en la orilla de la cama, cerró los ojos y se dejó caer hacia un costado, diciendo: “No puedo. No puedo pararme”.

Así pasó varios días. Por momentos se levantaba y se sentía bien. En su cara seguía ese gesto, cuyas marcas podían confundirse con las del insomnio. Mi madre tenía una frase recurrente que describía lo que le pasaba: “Todo me da vueltas”. Y yo, como espectador de su malestar, intentaba descifrarla. ¿A qué se refería exactamente? ¿Eran vueltas como las de una borrachera? Al parecer era peor que eso.

Y es que el vértigo es tan subjetivo que, sin importa cuan cercana sea la persona a la que lo aqueje, quien lo atestigüe, no podrá comprenderlo del todo.

Elisa Corona me ayudó a crear una imagen con la siguiente sentencia: “Es un desmembramiento del ser, el vértigo, una revelación sobre lo frágil e ilusorio de nuestra integridad”. Quien sufre este mal se instala en un estado de vulnerabilidad, como un bebé. Pero lo que se ignora es que, en consecuencia, no sólo se mueve el mundo interior del afectado, sino también el de quienes lo rodean.

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3: Después de varios días, convencí a mi madre de ir a un médico. Éste, a su vez, nos recomendó una especialista. Asistimos a su consultorio. Era una mujer de complexión delgada y voz aguda. Al cabo de una larga entrevista, ella no supo definir qué tipo de vértigo tenía mi madre, por lo que empezó a hacerle una serie de pruebas que me inquietaron. Las describiré de manera simple, pero me temo que son más complejas.

La primera consistía en generar movimientos oculares espontáneos, es decir, seguir con los ojos, sin mover la cabeza, el dedo índice de la doctora. Luego, hizo que mi madre caminara en línea recta de un extremo a otro del consultorio. Después, la sentó, le pidió que cerrara los ojos, rozó por su mejilla un cotonete y un alfiler, sucesivamente, y le preguntó cuál de los dos había tocado su piel primero.

Mi madre acertó. El alfiler.

La doctora repitió el ejercicio y mi madre empezó a confundir la sensación de los objetos, lo cual parecía ser causado por un problema más grave, que tenía que ver con el cerebro y la pérdida de la sensibilidad. Me alarmé. Pero conforme fueron sucediendo las pruebas, supe que era muy fácil confundirse.

El vértigo no se hizo presente.

Al final, un poco desconcertada, la doctora le pidió a mi madre que se sentara en un sillón. Bajó el respaldo hasta quedar en posición horizontal. Le explicó cuáles eran los tipos de vértigo más comunes y las razones. Aunque no pudo comprobarlo, la doctora dijo que probablemente lo que padecía mi madre era vértigo postural y que, para curarse, debía acomodar unas pequeñísimas calcificaciones cristalinas (unas piedritas, aclaró) que están en el oído y que, cuando se salen de su sitio –en palabras de Elisa–: “Comienzan a correr por ahí, como un balín metálico perdido en un juego de destreza”, generando la pérdida del equilibrio.

Entonces le ordenó a mi madre: “Mire a su derecha y deje caer el cuerpo hacia atrás lo más rápido que pueda; trate de que su cabeza quede colgando en el borde”. Y enfatizó: “No cierre los ojos”. Mi madre obedeció y repitió la maniobra unas tres veces.

Debo aceptar que mi actitud fue de total incredulidad. ¿Cómo una acción tan insignificante podía solucionar su problema? Posteriormente, la doctora comentó que si no disminuía el vértigo, mi madre tendría que hacerse exámenes de audiometría, que eran algo costosos.

De manera increíble, mi madre retomó sus actividades a los pocos días de aquella visita; los mareos y los dolores no volvieron a aparecer. Había sido testigo de un milagro. Sin embargo, nunca supe si fueron los movimientos bruscos los que la curaron, o el hecho de saber que iba a gastar en su salud más de lo que creía conveniente.

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4: Con los libros de Elisa he pasado del asombro al aprendizaje, aunque aún sigue asombrándome, pero ahora la leo con la intención plena de descubrir sus secretos como ensayista. El doctor Vértigo y las tentaciones del desequilibrio es un libro que surge de la experiencia. Elisa no documentó la enfermedad de nadie más para escribirlo, sino que naufragó en el lugar llamado Vértigo y, como en ese programa de televisión sobre accidentes aparatosos, en el que al final todos maravillosamente sobrevivían sin daño alguno, ella vivió para contarlo. Por tanto, la manera con la que se acerca el tema es a través de algo muy parecido a la confesión o al testimonio. Pero no es el testimonio de una mujer que fue atacada por un oso durante una transmisión en vivo, por ejemplo, sino el de una persona que es succionada por un tornado e, instantes más tarde, es arrojada en un sitio distinto del que fue sustraída.

La escritura de Elisa Corona era otra antes del vértigo. O al menos es otra en este título, en el cual permite que veamos más de cerca su proceso de indagación, con las visitas al doctor Vértigo, que es quizá el protagonista del libro.

Hay dos palabras que describen su narrativa. Las palabras parecen las mismas y por momentos creo que son primas hermanas, y que en su ADN hay un registro que las emparenta más allá de las letras. Para mí la escritura de Elisa es lúcida y lúdica.

Este caso no es la excepción. Ya sea por el lado histórico, literario, científico o personal, mediante el cine o la música, su pluma se somete a una rigurosa búsqueda. E irónicamente, el resultado goza de un equilibrio envidiable.

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5: Tengo la sensación de que El doctor Vértigo corresponde a una habitación de la misma casa que también habitan Niños, niggers, muggles y El desfile circular, y que la lectura de éstos y posteriormente de aquél, o viceversa, componen una perspectiva de autor. Aunque tal vez sea fortuito, porque es bien sabido que uno no escribe lo que quiere, sino lo que puede, y mucho menos decide el orden en que escribirá sobre tal o cual cosa, y tampoco uno decide en qué momento de su vida quiere tener vértigo para escribir un ensayo… Aunque tal vez sea por cuestiones del azar, encuentro una relación en estos tres libros, que inicia con el análisis de la censura en la literatura infantil, continúa con la historia del carrusel, la rueda de la fortuna y la montaña rusa, y se extiende con este viaje al mundo del desequilibrio, que sin duda tiene que ver con la sensación que provocan los juegos mecánicos. Es como si cada libro terminado se encargara de mostrarle a su predecesor. Incluso, en El doctor Vértigo hay un capítulo sobre la rueda de la fortuna y Bajo el volcán, muy similar a otro de El desfile circular, como si fuera un riñón prestado de su hermano mayor; permanecen, pienso, a un mismo cuerpo literario.

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6: Mientras escribía este texto, en uno de esos momentos en que necesitaba refrescar la mente, me metí a Facebook y casi enseguida di con un video que se titulaba “Los chinos y sus juegos”. Había gente alrededor de lo que parecía un lago, sobre el que se construyó una plataforma angosta para que algún osado se atreviera a cruzar el agua andando en bicicleta. El juego, por supuesto, estaba destinado al fracaso. Ninguno de los concursantes, que eran al menos diez, logró atravesar. Y era realmente divertido. Lo más seguro es que fueran taiwaneses, no chinos. Me inquietó pensar que mientras unos se divierten perdiendo el equilibrio, otros, por perderlo, conocen una de las zonas más sombrías de los sentidos.

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7: No es gratuita la mención de Malcolm Lowry en El desfile circular y El doctor Vértigo. En la rueda de la fortuna está plasmado el símbolo de los ciclos infernales del Cónsul, además es el escenario del capítulo VII de la novela, número cabalístico de la buena-mala suerte, en el cual Lowry desconfiaba sobremanera.

En la carta que le envió a su editor Jonathan Cape para defender su novela –cuenta Elisa en ambos libros–, Lowry escribió: “Mi casa se quemó un 7 de junio; cuando regresé al lugar alguien había grabado, por alguna razón, el número siete en un árbol quemado; ¿por qué no fui filósofo?”

El día de ayer se cumplieron 73 años de este hecho. En un inicio, Elisa me propuso hacer la presentación el 7, tal vez lo hizo a propósito, y además, tuve el desatino de cumplir años. Son demasiados sietes. No sé cómo hubiera terminado esto.

En la escritura de Lowry está el vértigo. Su estilo colmado de dobles interpretaciones me ha orillado a experimentarlo, al menos en el sentido borgeano.

Y es que la escritura no puede ser más que vertiginosa. Se parte de la nada, de una improbable idea que puede ser errónea; se parte de la inseguridad y del miedo; y uno empieza a dar vueltas sobre esa idea, como olas en la cabeza, y tal vez es buena idea pero quizás  es un impulso que debes dejar cuanto antes. Pero no lo haces, porque en la escritura, como en el vértigo, no hay tregua. Al fin y al cabo, la escritura es algo similar a una enfermedad. Elisa lo sabe.

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7.5: Este texto debió terminar en el punto anterior, el siete, que tiene un cierre más contundente y literario, pero no podía permitirlo. Sin embargo, me pareció que concluir en el ocho era vulgar. Así que un 7.5 me resultó justo. Siempre me pregunté por qué U2 inicia la canción Vértigo con un conteo muy extraño, sin sentido. Se han escrito múltiples artículos que relacionan este detalle al español fallido de Bono. Elisa y su libro me han hecho entender que ese conteo, tan arbitrario como brusco, es una representación numérica del vértigo. Y creo que debería terminar citándolo. Aquí va: “Un, dos, tres, catorce”.

Roberto Abad (Cuernavaca, 1988) escribe, lee y hace música. Estudió Educación en la Universidad Autónoma del Estado de Morelos. Fue incluido en las antologías de cuento Alebrije de Palabras. Escritores Mexicanos en breve (BUAP, 2013) y Los regresos de Zapata (Cimandia, 2014).  Su primer libro de autor es Orquesta Primitiva (Tierra Adentro, 2015).

Los augurios del fin del mundo: Todo era oscuro bajo el cielo iluminado, de Carlos González Muñiz

La Cifra Editorial

Tengo la firme creencia de que desde que surgió la sociedad humana, iniciaron también los augurios del fin del mundo. Aunque no estuve presente para ver a los primeros homo sapiens aterrarse al ver el sol cubierto por la luna, y cómo el día se tornaba en noche sin previo aviso, sí estuve en el zócalo de la Ciudad de México para recibir el año 2000, mientras algunos hombres de muy civilizadas vestimentas nos repartían panfletos con ilustraciones de figuras humanas cayendo directo al infierno, y nos exhortaban a arrepentirnos de nuestros pecados y convertirnos a alguna de las cientos de religiones “verdaderas”, para así salvarnos en esos últimos minutos antes de dar las doce. No sabemos cuántas profecías veremos cumplirse a lo largo de nuestras vidas, (la renuncia de un Papa, la caída de un imperio, la presidencia de un idiota) pero al parecer al fin del mundo le gusta anunciarse con mucha anticipación.

Carlos González Muñiz disfruta de estos malos augurios incluso más que yo. Descubro, tanto en La jaula de Malik, como en Todo era oscuro bajo el cielo iluminado, a un narrador mórbido que se alimenta de las fantasías más pesadillescas de la humanidad. ¿Qué pasaría si un día la electricidad en todo México deja de funcionar y ya nunca más regresa? Todos quizá nos hemos hecho esta pregunta ociosa, pero sólo Carlos González ha construido sobre ella una novela. Abandonaremos a los nuestros a su suerte con tal de salvar nuestra propia vida; devoraremos a los animales que antes nos hacían compañía con tal de saciar el hambre; haremos las peores confesiones de otra forma impronunciables; nos convertiremos al sadismo como la única y salvadora creencia; nos destruiremos los unos a los otros. Éste no es un regreso a tiempos primitivos: la civilización, con todas sus delicias, ha clausurado para siempre la posibilidad de volver a la era del buen salvaje. Ahora sólo nos queda el escenario más infértil y lleno de podredumbre, el asfalto impenetrable, el agua estancada, las más preciadas de nuestras máquinas súbitamente convertidas en chatarra. Y ante este panorama, irremediablemente, surge la supremacía del más fuerte, del más despiadado, del que ya no tiene nada que perder. Sin la luz eléctrica lo que se ilumina son los impulsos más salvajes y grotescos del ser humano por la supervivencia; nos volvemos incapaces de guardar las apariencias, incluso nos convertimos en otros que nunca creímos ser.

 

En medio de esta tierra baldía, como la llamaría T.S. Eliot, nadie sabe exactamente por qué quiere continuar viviendo. Un arquitecto del que nunca sabremos su nombre parece querer seguir adelante sólo por Isabel, su esposa, pero el mundo después del fin del mundo lo hace confesar: “Me casé con una bailarina. La elegí con un propósito. Asumí que, cuando se me terminara el dinero y el talento para agriar las reuniones de intelectuales con mi escepticismo, lo único que hablaría bien o mal de mí era la mujer que había escogido. Su cuerpo, su silencio, su ignorancia de todo lo que no fuera la rectitud de sus músculos, su ineptitud para la vida práctica, su inconsciencia de clase media: un ser humano ideal para el despotismo y la servidumbre.” Pero ahora, mientras todo se transmuta, Isabel también se convierte rápidamente en un ser distante y ajeno que dejará salir una nueva y oscura naturaleza. Otro personaje, Golondrinas, nos muestra a la vez los interiores de La Garganta, un edificio donde algunos se atrincheran, como el interior corpóreo de los perros a quienes él mismo debe explotar hasta la muerte, como las visiones de sus viajes oníricos fuera de la ciudad, donde encuentra un remanso y un sentido más allá de esa realidad. Gina, amiga y vecina de Isabel, atacada por los saqueadores, con la mitad del cráneo chamuscado, se alía con el esposo de su amiga para sobrevivir entre los escombros, recolectando hojas secas para hervir agua de lluvia cuando el agua se ha acabado por completo. Y el arquitecto, sin remedio, se aferra a la compañía de esta mujer a la que antes miraba con desconfianza y recelo por conocer tal vez un poco mejor a Isabel y su secreta naturaleza. Al ser testigos uno del otro, materializan la inhóspita circunstancia que los envuelve y los pone en marcha a la noche sin regreso: “La lluvia se adelantó este año, me dijo Gina, y con esa sola frase selló nuestro regreso a otra época del mundo.”

Mujeres desfiguradas, hombres mutilados, artistas que se ocultan para continuar en medio de la noche un desconcertador espectáculo. Todos estos personajes habitan la novela de Carlos González Muñiz y su fin del mundo. Pero como en las buenas novelas, muchas cosas no se dicen: el horror que presencian estos personajes es sólo lo que se alcanza a ver por una rendija. El verdadero horror es el que imaginamos nosotros mismos, los lectores, al ver estas súbitas imágenes como relámpagos de luz, como cuando en noches de tormenta la electricidad se va y regresa y se vuelve a ir, deslumbrándonos y volviéndolo todo más confuso. Sólo una cosa queda clara al final de la novela: el Apocalipsis llegó desde que llegó la civilización, se mantiene agazapado, expectante, y habita dentro de nosotros.

Carlos González Muñiz (México, 1980) es escritor, editor y guionista; obtuvo el premio al mejor álbum ilustrado en la V Feria del Libro Independiente y el Premio Internacional Ink de novela digital 2014; es autor de La jaula de Malik (Tierra Adentro, 2009), Todo era oscuro bajo el cielo iluminado (La Cifra, 2012), El asombro (Editorial Ink, 2014), Se trata de un asesino sin crepúsculos (Ediciones Basileia, 2002), entre otros títulos.

Presentaciones de El Doctor Vértigo y las tentaciones del desequilibrio

No es U2, ¡es El Doctor Vértigo Tour! Estaré presentando mi libro próximamente en Tlaxcala, Cuernavaca, Ciudad de México, Puebla y Oaxaca, por el momento. Aquí la información de las próximas presentaciones:

1 de Junio: Tlaxcala, Museo Miguel N. Lira, 5pm. Presentan Gabriela Conde y Alan Espino.

 

8 de Junio: Cuernavaca, L´arrosoir de Arthur, 7pm. Presentan Liliana Pedroza y Roberto Abad.

 

21 de Junio: Ciudad de México, Casa Xavier Villaurrutia, 7pm. Presentan Marianne Toussaint, Lorel Manzano, Liliana Pedroza y el Doctor Jorge Madrigal Duval.

29 de Junio: Puebla, Casa Nueve, 7pm. Presentan Adriana Alonso Rivera “Niña Santa” y Eduardo Huchín Sosa.

21 de Julio: Oaxaca, La Jícara, 7pm. Presentan Lorena Ventura, Grecia Cuevas y Carlos González Muñiz.

 

Sobre Virginia Woolf

Colecciono caracoles. Es una obsesión elegida. Desde chica noté el afán de muchos coleccionistas y sentía cierta envidia por la manera en la que atesoraban diversas formas de un mismo objeto, animal o cosa, dándoles grandes atributos y significados. Muchos coleccionan elefantes, gatos, cajas de música o tarjetas postales. Pero yo no encontré algo que apelara a mí de manera auténtica hasta que leí The Mark on the Wall, La marca en la pared, de Virginia Woolf, donde la narradora nos lleva a través de sus pensamientos mientras contempla frente a ella una misteriosa marca en la pared que resulta ser, nos enteramos al final del cuento, un caracol. El caracol se vuelve, en la obra de Virginia Woolf, el símbolo del paso del tiempo, el reloj con el que los personajes marcan el ritmo de sus pensamientos y una especie de hilo de Ariadna que nos ata al mundo material y del cual podemos tirar para salir de vez en cuando del laberinto de la mente. Y desde entonces tengo caracoles aquí y allá en mi casa, para ayudarme a detener mis pensamientos de vez en cuando gracias a su materialidad, a su naturaleza lenta y simple que ayuda a entender y recordar la forma en que funciona nuestra mente: “con qué rapidez”, dice Virginia, “nuestros pensamientos se mueven alrededor de un objeto, lo levantan y lo llevan a cuestas por un tramo como una hormiga levanta una ramita con gran vehemencia, y después la deja…”

Se dice que uno nunca olvida el primer texto que lee de un autor y este breve cuento fue lo primero que leí de la Woolf, un texto corto y sencillo, reciente, considerando su trayectoria, que encierra para mí toda su obra. Pienso que Virginia me enseñó a pensar, a seguir el flujo de conciencia sin avergonzarme de mis pensamientos por desordenados que parecieran, me enseñó a escribir también, a darme todas las libertades que quiera al hacerlo, a apreciar cada digresión y aferrarme a la forma para darle un sentido y un lugar en el texto. Es un juego de hilar cuentitas, la narrativa de Virginia, un juego de unir los puntos hasta formar una estructura perfecta. Y no es poca cosa esto de aprender a pensar, en un mundo que cada vez parece más perezoso en lo que respecta a lo intelectual y al pensamiento, en un panorama político donde la verdad es constantemente negada, asesinada, aplastada.

Cada vez que vuelvo al cuento La marca en la pared y a la obra de Virginia en general descubro y redescubro su actualidad, lo mucho que me acompaña en la vida cotidiana. Pienso en ella cuando viajo en metro, en la línea 7, la más alejada de la superficie, sus palabras resuenan en mi mente diciendo, “¿Por qué si uno debe comparar la vida con algo uno tiene que asemejarla a ser arrojada en el metro a cincuenta millas por hora, y llegar al otro lado de súbito, despeinado, tirado a los pies de Dios, totalmente desnudo?”

Los argumentos y explicaciones de Woolf me acompañan también y me defienden cuando justifico mi necesidad de un espacio privado donde escribir y componer, aunque sea minúsculo, y he pensado que es el libro que necesitan algunas de mis amigas que no comprenden por qué, aunque vivo feliz con mi pareja, insisto en tener un cuarto propio donde pueda aislarme de todos para poder continuar con mi labor, para dar rienda suelta a mi flujo de conciencia, que es de donde surgen los textos y las composiciones, las ideas que no comparto con nadie hasta que están plasmadas intencionalmente en el ámbito del arte. Recientemente, estando fuera de mi país, volví a leer Three guineas, Tres guineas, un ensayo anti-fascista, dirigido a Hitler en ese entonces, pero que bien pudiera haber sido escrito para Trump y sus secuaces hoy en día; reafirmé la actualidad de las ideas de Woolf respecto a la condición de las mujeres frente al gobierno, me sentí acompañada en la forma en que reniega de todo nacionalismo, pues si se es mujer, ¿qué ha hecho realmente una nación por nosotras para protegernos y darnos condiciones dignas? Virginia concluye que prefiere ser considerada ciudadana del mundo. Unos días después de reflexionar sobre este texto pensé que no es precisamente el más popular de sus libros y que sería bueno promoverlo y releerlo en la actualidad; cual fuera mi sorpresa cuando al asistir en Nueva York a la huelga internacional de las mujeres, descubrí entre la multitud un cartel con una cita directa del texto: “Por gran parte de la historia, anónimo fue una mujer”. Me sentí una vez más acompañada por la Woolf pero también por colegas lectoras, con las mismas obsesiones y preocupaciones que yo, respecto a la mujer y la guerra, la migración y el dinero, la propiedad privada y los derechos civiles. Como para sentirme aun más acompañada aquel día de la protesta en Washington Square, cuando menos lo esperaba, una chica levantó justo frente a mí otro letrero de su propia autoría que decía “Orgullosa de ser inmigrante y mujer.”

También encuentro a Virginia en lugares tal vez más triviales, en los souvenirs de librerías: una Virginia de papel que mira su reloj con atención. Pienso a veces que si ella viviera en la actualidad con su posición económica bastante acomodada, tal vez hubiera gustado de un moderno reloj para medir con precisión los segundos y al mismo tiempo dejarse arrastrar por sus divagaciones navegando en Google o en Facebook; sospecho que habría sido una famosa Twittera, incontenible, inconforme, una activista de blog incitando a la crítica siempre, a la discusión, pues a pesar de su condición de privilegio, era conciente y sabía exponer y denunciar las debilidades del sistema y de ella misma.

La Señora Dalloway es prueba de esta autocrítica, de esta conciencia de un amplio panorama social que en unas mismas cuadras encerraba a todo tipo de personajes con preocupaciones profundas y banales, con los horrores de la guerra en la mente o las nimiedades de la aristocracia de Londres. Confieso que me causa profunda tristeza leer Mrs Dalloway, porque siento y presiento en el personaje Septimus el final trágico de Virginia, quien no fue a la guerra ni padecía shock postraumático, pero fue incapaz de sobrevivir al descontrol de sus pensamientos y decidió finalmente que la muerte era su única opción. Algunos dicen ahora que padecía trastorno bipolar o un tipo de esquizofrenia. Un profesor de letras inglesas, Colin White, nos decía que él pensaba también que Woolf creía que Hitler ganaría la guerra y esto contribuyó a hundirla en la desesperanza.

Me entristece a veces también darme cuenta de que Woolf, como muchos clásicos, es más famosa por su suicidio que por sus libros, muchos han escuchado hablar de que estaba loca, de que se ahogó en un río llenándose antes de piedras los bolsillos; algunos han visto quizás a Nicole Kidman representándola en la película Las horas, una reescritura de Mrs. Dalloway. Pero pocos han leído con atención su obra, infinita, revitalizante, actual. Les deseo a todos conocer ese gusto, ir a su encuentro en sus cuentos, novelas, diarios, resucitar a Woolf con el acto de leerla, ya que cuando uno la lee, aprende la belleza de las digresiones del pensamiento, aprende incluso a no avergonzarse de ellas, a seguirlas cautelosamente como se sigue a un caracol en la pared.

 

Virginia Woolf toma el Palacio de Bellas Artes, México

Como parte del ciclo Lo joven y lo clásico, me invitaron a dar esta conferencia donde yo seré lo joven y Virginia Woolf será lo clásico. Será un buen pretexto para hablar de mis obsesiones con los caracoles, el flujo de conciencia, el movimiento de las mujeres en USA y la actualidad del feminismo de Woolf. La cita es este miércoles 24 a las 19horas en la Sala Adamo Boari, Palacio de Bellas Artes.

Aquí la páginad el INBA.