Los augurios del fin del mundo: Todo era oscuro bajo el cielo iluminado, de Carlos González Muñiz

La Cifra Editorial

Tengo la firme creencia de que desde que surgió la sociedad humana, iniciaron también los augurios del fin del mundo. Aunque no estuve presente para ver a los primeros homo sapiens aterrarse al ver el sol cubierto por la luna, y cómo el día se tornaba en noche sin previo aviso, sí estuve en el zócalo de la Ciudad de México para recibir el año 2000, mientras algunos hombres de muy civilizadas vestimentas nos repartían panfletos con ilustraciones de figuras humanas cayendo directo al infierno, y nos exhortaban a arrepentirnos de nuestros pecados y convertirnos a alguna de las cientos de religiones “verdaderas”, para así salvarnos en esos últimos minutos antes de dar las doce. No sabemos cuántas profecías veremos cumplirse a lo largo de nuestras vidas, (la renuncia de un Papa, la caída de un imperio, la presidencia de un idiota) pero al parecer al fin del mundo le gusta anunciarse con mucha anticipación.

Carlos González Muñiz disfruta de estos malos augurios incluso más que yo. Descubro, tanto en La jaula de Malik, como en Todo era oscuro bajo el cielo iluminado, a un narrador mórbido que se alimenta de las fantasías más pesadillescas de la humanidad. ¿Qué pasaría si un día la electricidad en todo México deja de funcionar y ya nunca más regresa? Todos quizá nos hemos hecho esta pregunta ociosa, pero sólo Carlos González ha construido sobre ella una novela. Abandonaremos a los nuestros a su suerte con tal de salvar nuestra propia vida; devoraremos a los animales que antes nos hacían compañía con tal de saciar el hambre; haremos las peores confesiones de otra forma impronunciables; nos convertiremos al sadismo como la única y salvadora creencia; nos destruiremos los unos a los otros. Éste no es un regreso a tiempos primitivos: la civilización, con todas sus delicias, ha clausurado para siempre la posibilidad de volver a la era del buen salvaje. Ahora sólo nos queda el escenario más infértil y lleno de podredumbre, el asfalto impenetrable, el agua estancada, las más preciadas de nuestras máquinas súbitamente convertidas en chatarra. Y ante este panorama, irremediablemente, surge la supremacía del más fuerte, del más despiadado, del que ya no tiene nada que perder. Sin la luz eléctrica lo que se ilumina son los impulsos más salvajes y grotescos del ser humano por la supervivencia; nos volvemos incapaces de guardar las apariencias, incluso nos convertimos en otros que nunca creímos ser.

 

En medio de esta tierra baldía, como la llamaría T.S. Eliot, nadie sabe exactamente por qué quiere continuar viviendo. Un arquitecto del que nunca sabremos su nombre parece querer seguir adelante sólo por Isabel, su esposa, pero el mundo después del fin del mundo lo hace confesar: “Me casé con una bailarina. La elegí con un propósito. Asumí que, cuando se me terminara el dinero y el talento para agriar las reuniones de intelectuales con mi escepticismo, lo único que hablaría bien o mal de mí era la mujer que había escogido. Su cuerpo, su silencio, su ignorancia de todo lo que no fuera la rectitud de sus músculos, su ineptitud para la vida práctica, su inconsciencia de clase media: un ser humano ideal para el despotismo y la servidumbre.” Pero ahora, mientras todo se transmuta, Isabel también se convierte rápidamente en un ser distante y ajeno que dejará salir una nueva y oscura naturaleza. Otro personaje, Golondrinas, nos muestra a la vez los interiores de La Garganta, un edificio donde algunos se atrincheran, como el interior corpóreo de los perros a quienes él mismo debe explotar hasta la muerte, como las visiones de sus viajes oníricos fuera de la ciudad, donde encuentra un remanso y un sentido más allá de esa realidad. Gina, amiga y vecina de Isabel, atacada por los saqueadores, con la mitad del cráneo chamuscado, se alía con el esposo de su amiga para sobrevivir entre los escombros, recolectando hojas secas para hervir agua de lluvia cuando el agua se ha acabado por completo. Y el arquitecto, sin remedio, se aferra a la compañía de esta mujer a la que antes miraba con desconfianza y recelo por conocer tal vez un poco mejor a Isabel y su secreta naturaleza. Al ser testigos uno del otro, materializan la inhóspita circunstancia que los envuelve y los pone en marcha a la noche sin regreso: “La lluvia se adelantó este año, me dijo Gina, y con esa sola frase selló nuestro regreso a otra época del mundo.”

Mujeres desfiguradas, hombres mutilados, artistas que se ocultan para continuar en medio de la noche un desconcertador espectáculo. Todos estos personajes habitan la novela de Carlos González Muñiz y su fin del mundo. Pero como en las buenas novelas, muchas cosas no se dicen: el horror que presencian estos personajes es sólo lo que se alcanza a ver por una rendija. El verdadero horror es el que imaginamos nosotros mismos, los lectores, al ver estas súbitas imágenes como relámpagos de luz, como cuando en noches de tormenta la electricidad se va y regresa y se vuelve a ir, deslumbrándonos y volviéndolo todo más confuso. Sólo una cosa queda clara al final de la novela: el Apocalipsis llegó desde que llegó la civilización, se mantiene agazapado, expectante, y habita dentro de nosotros.

Carlos González Muñiz (México, 1980) es escritor, editor y guionista; obtuvo el premio al mejor álbum ilustrado en la V Feria del Libro Independiente y el Premio Internacional Ink de novela digital 2014; es autor de La jaula de Malik (Tierra Adentro, 2009), Todo era oscuro bajo el cielo iluminado (La Cifra, 2012), El asombro (Editorial Ink, 2014), Se trata de un asesino sin crepúsculos (Ediciones Basileia, 2002), entre otros títulos.

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