Regreso a Fantasilandia: sobre El desfile circular, de Elisa Corona. Por Rodrigo Miranda

Pocas fotos del Huracán Sandy capturaron tan bien la magnitud de la catástrofe como la imagen del Carrusel de Jane, en DUMBO, cerca del puente de Brooklyn, durante la tormenta. La foto muestra el agua oscura del East River acercándose a los cascos de los caballos ya sin jinetes, pero con las luces todavía prendidas, parpadeantes dentro de la estructura de cristal diseñada por el arquitecto Jean Nouvel, que le daban un extraño tono alegre y festivo a esta escena de desastre. Originalmente publicada en Instagram y retransmitida por CNN, la imagen recorrió el mundo y esa noche se convirtió en trending topic en Twitter. La inundación amenazaba con arrastrar la estructura completa y toda esa noche los dueños del carrusel recibieron correos electrónicos de personas de todo el mundo preguntando si el juego estaba bien y ofreciendo ayuda para organizar su restauración. El carrusel significaba mucho para la gente. Con lúcida precisión, la escritora Elisa Corona reflexiona en su libro El desfile circular sobre cómo es que el éxito de estas atracciones en el mundo entero perdura hasta nuestros días. Quizá porque despiertan nostalgia, transportan a la infancia, nos liberan de las normas cotidianas y barreras personales y nos desautomatizan.

Elisa nos dice que la vida es juego y también que todo juego es la representación de algo. El carrusel, la rueda de la fortuna y la montaña rusa simbolizan el viaje, la búsqueda de fronteras inexploradas y nuevas perspectivas. El desfile circular nos invita a una trayectoria que se curva, se invierte, se voltea, da vueltas en círculos, cada vez más rápido y más rápido en el transcurso de un viaje que sólo dura pocos minutos. Un paseo en un coche oscilante que nos puede hacer muy felices, pero también nos puede enfermar de vértigo. A toda velocidad, analiza las distintas fases, modas y vicisitudes que han afrontado los parques de atracciones y el auge y caída de sus principales instalaciones mecánicas. Estos jardines de recreo colectivo y comunitario, que han desaparecido o han entrado en decadencia por la presión inmobiliaria, permiten vislumbrar los cambios en el ocio popular.

En retrospectiva, para un chileno no es posible olvidar la rueda de la fortuna de los Juegos Diana, el Pulpo mecánico de Fantasilandia, los autitos chocadores del Mampato o el trencito que recorría a ritmo de carreta Mundomágico, el país en miniatura con las maquetas de los principales hitos geográficos y arquitectónicos de Chile. Ésos eran los parques de atracciones de los años 80 en el Chile de mi niñez que imitaban los centros de entretención estadounidenses, modernos y a gran escala, como los de Coney Island. En plena dictadura, Santiago era una ciudad gris, opaca, triste y estos ingenios mecánicos eran los únicos oasis de felicidad.

Como dice Elisa en su libro, una de las atracciones con más alusiones místicas, literarias (aparece en un escena clave de Bajo el volcán) y cinéfilas (en El Tercer Hombre, por ejemplo, la película de Carol Reed) es la Rueda de la fortuna, que ha prometido a generaciones y generaciones de usuarios vistas espectaculares de sus ciudades, en el caso de los chilenos, si es que lo permite la gruesa capa gris de contaminación ambiental que cubre Santiago. En el Chile de mi infancia, mis atracciones favoritas eran la Mansión Siniestra, el Tagadá -un enorme platillo discoteca que se movía al ritmo de la música de Rafaella Carrá, Madonna o Michael Jackson-, el barco Pirata, el Splash, el Super Loops, el Century 2000 -la recreación del viaje de una nave espacial- y el Tobogán, resbalín gigante por el que te tirabas dentro de un infecto saco. También había una laguna con un barco que recreaba un paseo por el Mississipi, pero muertes o sangrientos accidentes de niños con dedos amputados obligaron a cerrar algunas de estas atracciones. Con su aterradora montaña rusa, Fantasilandia no parecía una copia tercermundista y pobre de Disneylandia. Para los chilenos era Disneylandia.

Por años la mayor atracción fue Monga, un performance en vivo, con trucos de espejos de circo, donde una curvilínea y voluptuosa mujer se sacaba la ropa y se “convertía” en gorila ante nuestros  atónitos ojos. Al principio, la aparición provocaba peligrosas estampidas de los adrenalínicos espectadores, pero luego la gente se acostumbró, la ilusión perdió su encantó y la masa se envalentonó: cuando el mono se acercaba al público los espectadores lo golpeaban y pateaban, dejando al actor de turno en el suelo con quebraduras de huesos, moretones y esguinces. Quizá la gente quería desquitarse a través de la violencia de los verdaderos gorilas, los militares que estaban en el poder. A unos pasos de la peluda Monga, el contiguo Parque O’ Higgins fue el lugar donde en los años 80 se celebraron multitudinarios actos de masas de protesta contra la dictadura, donde se volcaba toda la ciudad a gritarle NO al tirano.

Fantasilandia aún persiste, pero la modernidad y el neoliberalismo forzó el cierre de Mundomágico, en una jornada de lágrimas y gran afluencia de antiguos y nostálgicos visitantes. El parque nunca fue desmantelado y hasta hoy el Chile en miniatura permanece abandonado, en ruinas, lleno de malezas y pastos, como si una bomba nuclear hubiera arrasado con los habitantes de ese liliputiense mundo de fantasía. Un Chernobyl sudamericano. Mundomágico, cerrado el año 2000, era un lugar donde se mezclaban las clases sociales, algo impensable en el Santiago de hoy, una ciudad segregada, donde las clases altas y las clases bajas no se contactan, porque cada casta vive en las antípodas de la ciudad y porque el modelo social y económico ha generado educación para ricos y para pobres y hasta salud y pensiones para ricos y pobres. Hoy, Mundomágico parece una locación de una película de terror: los rieles del trencito que circundaba el recorrido por Chile, de norte a sur, están retorcidos. Las maquetas, que empezaban en el Desierto de Atacama y terminaban en la Antártica, lucen descascaradas al sol, al igual que las imitaciones del volcán Osorno y las Torres del Paine. Las fabulosas recreaciones de la Torre Entel o el Palacio de La Moneda están cubiertas de arbustos. Sólo se distingue el esqueleto de la Torre Santa María y los restos de las graderías del Estadio Nacional. También los resabios del opuesto al país en miniatura: el Jardín Gigante, hecho a propósito del éxito de la película Querida, encogí a los niños, de 1989. Cuando paso por el lugar, cerca de la estación del Metro Pajaritos (curioso nombre por cierto el de “Estación Pajaritos”), corren las lágrimas. Merodeo por los muros y miro a través de las grietas, para tomar fotografías y hacer un nostálgico registro de sus últimos días. Todo ese país a escala de niño está tal cual, pero en ruinas. ¿Habrá algo más triste que un parque de diversiones en decadencia? Por algo el final de la clásica serie El fugitivo transcurre en uno. Específicamente en el juego Mahi-Mahi, el nombre de un pez hawaiano, que producía la sensación de volar sobre el agua y caer en picado en el desaparecido Pacific Ocean Park, en el borde costero entre Santa Mónica y Venice, California. El episodio final, en el que por fin el protagonista captura al asesino de su mujer, (el buscado “hombre manco”) y logra demostrar su inocencia, en la cima de ese juego de atracción, fue el capítulo con mayor audiencia en EEUU en la historia de la TV, sólo superado por el “¿Quién mató a J.R.? de la serie Dallas. Pero ésa es otra historia.

     El desfile circular nos hace evocar y reflexionar sobre la infancia, como si estuviéramos subidos en el eterno retorno de la rueda de la fortuna, la misma que aparece en la décima carta del tarot. Como dice Elisa, “una carta con una rueda donde un mono baja y un perro sube con el movimiento circular; y, por encima de todo, inalterable, una esfinge observa tal devenir: una tragedia y drama cósmico, la repetición, la caída y la salvación. El círculo cerrado representaba la integración del animal con el ser humano, la evolución e involución… Se habla también del círculo cerrado del egoísmo, el infierno subjetivo e individual que nunca termina, del que no es posible escapar; el principio imitador de la conciencia sin la iluminación celestial, la intelectualidad cerebral sin el amor… Toda verdad es curva, el tiempo mismo es un círculo, dice el enano de Así habló Zaratustra”.

De alguna manera, somos huérfanos de esos parques de atracciones hoy tratados como chatarra vieja. Con la facilidad actual para viajar al extranjero, muchas personas escupen la mano que les dio de comer. Pero durante los años 70 y 80 -cuando viajar era para unos pocos- esos espacios fueron mucho más que parques de atracciones. Ir a Fantasilandia o Mundomágico no era algo trivial, especialmente si ibas solo con amigos sin la mirada castradora y vigilante de los padres. Era un evento especial, un mundo aparte que alimentaba nuestros sueños.

Entrar al Boomerang, al Kamikaze o a los Piratas del Caribe era la oportunidad de salir de la rutina, del día a día dictatorial. El vertiginoso libro de Elisa Corona gatilla las historias que cada una de las miles de personas que pasaron por esos coloridos oasis de entretención tienen por contar. Gracias, Elisa, por este pasaporte a “la diversión total”, el imperecedero lema comercial de esa Fantasilandia de mi niñez.

 

Rodrigo Miranda (Santiago de Chile, 1974). Estudió Periodismo en la Universidad de Santiago. Desde 1996 se especializa en la crítica de teatro y en el periodismo cultural en diarios y revistas chilenos. A poco andar, el género periodístico le parece insuficiente para sus ansias narrativas y migra hacia la ficción siendo alumno en los talleres literarios de la escritora Diamela Eltit. Actualmente vive en Brooklyn, publica artículos en medios chilenos, como el diario La Tercera, y escribe su primera novela.

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